jueves, 27 de diciembre de 2018

Leé un cuento: Broken




A todo el que me pregunta cómo conseguí el empleo, le cuento que fue Christian quien me eligió. Nos observó bailar a todos los aspirantes; no sé desde dónde, pero lo hizo. Cuando terminó el casting apareció en el salón solo vestido con unos pantalones de deporte y nos estrechó la mano uno por uno. Casi me muero. Me temblaban los dedos y él se dio cuenta. Sonrió divertido y aprecié que no retocaban sus labios en las fotos: eran redondeados, bien perfilados, y el labio inferior era levemente más grueso. Sus pestañas largas, negras, parpadeaban con coquetería a medida que iba pasando de mano en mano; todos estábamos fascinados, boquiabiertos con su repentina e inesperada presencia.
Ninguno se animó a pedirle un autógrafo. No me lavaré la mano nunca más, pensé al salir de la productora. Tuve que hacerlo, claro.
Tres días más tarde, me llamaron a la pequeña habitación que alquilaba y me dieron la noticia de que ya era uno de los bailarines principales de Christian Slava.
A los medios les gusta el escándalo, de eso se alimentan. Decían que Chris tenía aires de diva, que maltrataba a sus bailarines, que no quería subirse al elevador con los demás huéspedes de los hoteles. Es mentira. Chris era amable, humilde y siempre lo rodeaba cierto halo de inocencia que me hacía preguntarme cómo había llegado a ser quien era.
Luego de un año, la respuesta ya estaba clara para mí: su madre. Manipuladora, siempre oculta detrás de una sonrisa falsa, de una máscara de maquillaje caro. Chris la amaba, pero al mismo tiempo le tenía miedo. A veces, cuando terminaba un show, me preguntaba si Chris cantaba (fingía cantar, dado el caso) y bailaba para complacer a su madre.
La primera vez que pasé la noche con él, comencé a percatarme de la complejidad del ser humano. Chris era carismático y desenvuelto, y cuando me acercaba a él arriba del escenario me tomaba de la cintura con las dos manos para levantarme en el aire. No dejaba de mirarme en ningún momento.
Creo que malinterpreté sus gestos, pero ¿acaso importa? Ya me había enamorado de él.
Aquella noche, toqué su puerta y cuando me abrió me miró como si no supiera qué estaba haciendo allí. Tonto de mí, pensaba que me estaría esperando.
—¿Necesitas algo, Dave?
Me mordí el labio. Estaba poniendo en juego mi carrera, mi trabajo, el dinero que les enviaba a mis padres para pagar la hipoteca de su vieja casa…
—A ti.
Se rascó la nuca, le echó una mirada al pasillo y me hizo pasar.
Tan, tan tímido. Chris se comportó casi como un niño. Yo esperaba una fiera sexual y, en cambio, me tocó llevar las riendas. Se comportó como si en verdad no entendiera lo que estábamos haciendo. Ni siquiera tenía condones.
Cuando acabé comprendí que, diablos, en verdad estaba enamorado. Porque el encuentro sexual había sido patético, ¡pero yo estaba tan feliz!
Chris sí podía cantar en vivo. Pero es complicado hacer windmill y luego afinar así como si nada, como si tuvieras dos pares de pulmones.
—Cántame —le pedí una noche, después de hacer el amor. Creo que estábamos en Tokio. O tal vez en Shangai, no me acuerdo.  
Se sentó en la cama con las piernas cruzadas… y pensaba que me cantaría alguna de sus canciones, pero me cantó una nana para dormir. Tomábamos agua mineral (él nunca bebía durante las giras) y la enorme cama estaba llena de envoltorios de galletas de la fortuna. Sí, creo que era Tokio. U Osaka.
—¿Te gustaría tener hijos algún día? —le pregunté.
Me miró como si le hubiera preguntado la masa de Júpiter y supe que había hablado de más. Luego bajó la cabeza, abrió otra galleta y se la llevó a la boca.
—¿Crees que si salgo del armario… podré… qué sé yo… casarme y tener una familia?
Quería mi opinión. O tal vez solo quería que le dijera que sí. Así que eso hice. Sonrió y miró hacia arriba y supe que estaba imaginando algo, y deseé con todas mis fuerzas saber si yo estaba en esos sueños o si solo era un bailarín con el que se acostaba para sacarse las ganas durante las giras. Un tipo que podría reemplazar con cualquier otro que estuviera dispuesto a hacer siempre de activo.
Sabía que tomaba medicamentos, pero a todos les decía que eran vitaminas. Yo, en el fondo, quería creer eso. Jamás le pregunté nada.
Pero quiero dejar claro que nunca lo vi consumir drogas. ¡Ni siquiera bebía alcohol! Una copa de vino en ocasiones que se tragaba en sorbitos cortos, como si fuera un menor de edad al que una noche le dan permiso para beber.
No sé cuándo comprendí que Chris estaba roto por dentro. Quizá cuando me di cuenta de que tenía pesadillas por las noches o cuando irrumpía en su suite para hacer el amor y lo encontraba tan ido que me conformaba con abrazarlo y cuidarlo de sus malos sueños.
—Escucha, escribí algo —me dijo una noche en Europa (Londres, tal vez)—. Se llama Broken.
Me senté frente a él en la cama y me leyó:

Ya no me avergüenzo de lo que he soñado.
Gracias a ti, hoy puedo cantar en colores.
Veo el abismo y ya no me devuelve la mirada.
El abismo me ha enseñado a volar

Porque he descubierto
que puedo ser feliz,
que mi caja de Pandora
siempre estuvo abierta.

Ya no me avergüenzo de lo que siento
porque sé que vendrás conmigo
cuando el mundo se derrumbe.
El abismo tiene tus ojos
y tus ojos me han enseñado a amar.

—Aún no está terminada —susurró dejando el papel en la mesita de luz. Estaba completamente sonrojado porque sabía que había comprendido. Esa canción hablaba de mí.
Hicimos el amor suave, sin prisas y cuando acabamos quise asegurarle que sí, que estaría con él cuando el mundo se derrumbara.
Ahora creo que su mundo ya estaba derrumbado y que todas aquellas noches dormimos entre los escombros.
Lo encontré muerto. Etiquetaron su muerte como accidente, pero yo sé que fue un suicidio. Porque él, como ya he dicho, no bebía alcohol. Me preguntaron qué hacía en su habitación a esas horas (tuvieron que traducirme, porque no sé español) y dije la verdad: que éramos amantes hacía años. ¿Cuánto tiempo? Desde antes de que la prensa comenzara a maltratarlo hablando mal de él, de su estado físico, de que ya no bailaba como antes, de que nunca cantaba en vivo. Desde antes que se supiera que, en cuanto su madre advirtió que aquel niño tenía talento, lo puso a fabricar billetes.
Día y noche me pregunto por qué nunca habló conmigo de lo que sentía.
Los medios son crueles y no les importa hacer daño. Solo quieren dinero y más dinero. Tuve que mudarme para que dejaran de acosarme. No me dejaron en paz por años. Nadie se olvida de Christian Slava. Y yo menos. A veces pienso que hay personas que valen más dinero muertas que vivas. Y que su madre lo sospechaba y que ahora debe estar segura. Las discográficas inventan discos póstumos, proyectan su figura en hologramas, lanzan nuevos videos musicales.
Hasta han escrito un maldito libro protagonizado por él y yo, donde en vez de ser Christian y David somos Krishter y Darius. Donde en vez de ser un cantante y un bailarín, somos un príncipe y su esclavo y vivimos en mundo de fantasía con duendes, hadas y unicornios en el que dos hombres pueden casarse. Me dijeron que iniciara acciones legales por difamación, pero no lo haré.
Es una historia bonita. Soy un prisionero de guerra y Chris, perdón, Krishter, me espía una noche mientras bailo junto a los demás esclavos. Me toma como esclavo personal y todas las noches me pide que baile para él. Hay escenas eróticas bastante explícitas, todas equivocadas, tristemente. Chris siempre prefirió ser pasivo y Krishter es un hombre tierno, pero dominante.
Creo que a Chris le hubiera gustado la dichosa novelita.
Y ahora, mientras la leo por quinta vez y me imagino que vivo en mundo de fantasía con duendes, hadas y unicornios en el que dos hombres pueden casarse, tengo más y más ganas de seguirlo al abismo.
Porque mi mundo está derrumbado y nadie ha conseguido levantarlo de nuevo.

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Yo reseño: Crónica de la noche, de Colm Tóibín

ISBN: 9788495908155
Nº de páginas: 328 págs.
Encuadernación: Tapa blanda
Editorial: Emecé


Sinopsis:
Argentina. Richard Garay se ve obligado a reprimir su sexualidad ante la sociedad y ante su madre, una inglesa que odia esa tierra. Mientras tanto, Richard atraviesa como en un sueño la dolorosa historia de un país que apenas puede recuperarse de sus reiteradas heridas causadas por la guerra contra la Gran Bretaña, los juicios contra los militares, la corrupción, hasta que el amor y la tragedia se instalan definitivamente en su vida. 

 
Encontré este libro de pura casualidad en una librería de saldos de Corrientes. Soy una asidua visitante de las librería de saldos del centro de CABA: muchos de los  libros que hay en ellas son libros que no se publicaron acá. Hay bastante cosa que no vale la pena (al menos para mí, claro) porque son ficción comercial que no se vendió bien en España (las sobras, digamos; hay montones de novelitas de vampiros que llegaron tarde a la fiesta). Pero a veces se encuentran joyitas como esta y como otras más que tengo en mi biblioteca de literatura LGBTI (¡que cada vez se agranda más!). 

Si bien es un libro ambientado en Argentina, es una traducción del inglés: el autor es irlandés. Muy curioso eso de traducir una novela al español rioplatense, creo yo. Afortunadamente, es una buena traducción y más que alguna cosita (pito para referirse al pene; palabra que me parece ridículamente infantil), el traductor es invisible. 

Nuestro narrador protagonista es Richard Garay, un joven argentino de madre inglesa. Esa señora, de quien nunca sabemos el nombre, llegó de joven al país y nunca pudo ni quiso sentirse argentina. Secretaria, contrajo matrimonio con su jefe y de mayores tuvieron un solo hijo, Richard, a quien ella siempre se dirige en inglés hasta el punto de que el chico es bilingüe. 

El padre de Richard muere cuando él tiene doce años y cuando esto sucede, ambos se quedan sin un centavo. La familia paterna no es de mucha ayuda, ya que desprecian los aires de realeza inglesa de la mujer. Lo mismo ocurre, sorpresivamente, con la familia materna. Matilda, tía de Richard y hermana de su madre, los aloja en su humilde casa de campo, pero abandonan el lugar cuando intentan hacerla trabajar de sirvienta en la casa de un terrateniente. Sin un centavo, la pequeña familia vuelve a Buenos Aires.

Richard sabe desde pequeño que es homosexual y ya de adolescente suele buscar sexo por las calles. Se enamora de Jorge, uno de sus alumnos particulares de inglés e hijo de un millonario con aspiraciones políticas, con quien viaja a Barcelona de vacaciones. A pesar de lo que dice la sinopsis, Richard sí le cuenta a su madre que es gay y ella, si bien el asunto no le termina de agradar, lo acepta con resignación.

La narración es muy, muy íntima. Richard no tiene ningún reparo en contar que es un mal estudiante de inglés a pesar de ser bilingüe, que sus jefes quieren deshacerse de él, que se siente aliviado cuando su madre muere. Y lo rodea cierto halo de mediocridad, esa mediocridad del hombre común que no hace nada interesante ni valioso con su vida; ese hombre que no advierte lo que está sucediendo en el país, cuya vida transcurre de forma monótona, y que celebra la Guerra de Malvinas en la Plaza de Mayo (una guerra distractora maquinada por una junta militar asesina). Además, un detalle: Richard fue criado por dos ancianos y eso se refleja en su personalidad tan poco vivaz, en la escasa emoción de su día a día.

La mediocridad no se termina cuando deja el trabajo que odia y comienza a tener dinero gracias a las influencias de Susan y Richard Ford, dos norteamericanos que buscan financiar la campaña política de algún candidato que quiera tener buenas relaciones con el imperio; perdón, con Estados Unidos. Richard sigue viviendo en el viejo depertamento sucio y despintado de siempre, su vida sigue siendo gris. Gana dinero mediante negocios turbios y es un activo colaborador en el hundimiento del país que tuvo lugar en los '90 gracias a las privatizaciones de... Méndez. No lo nombremos porque da mala suerte. Gracias.

La mediocridad de la vida de Richard termina, por fin, cuando comienza el primer romance de su vida... y tal vez, sospecha, el último. Pablo es joven, bello y, lo mejor de todo, le corresponde. Pero es el hermano de Jorge y está en el armario. 

¿El final? Puede parecer un final abierto, pero para mí no lo es. Podría ser más cerrado es cierto, pero sería como llover sobre mojado, en ambos sentidos.

Bien. Disfruté mucho la novela y por momentos sentí estar frente al personaje de Albert Camus, de El extranjero. Y es que Richard parece vivir fuera del mundo hasta que aparece Pablo; solo cuando llega Pablo la narración toma un poco de emoción, de sensibilidad. Parece que estuviéramos frente a otro Richard.

Recomiendo mucho esta novela. No estará entre mis favoritas, pero fue una lectura muy interesante.